El episodio de hace
unos días en la votación en el Parlament de Catalunya sobre el tema del pacto
fiscal en el que el diputat Ernest Maragall votó en forma distinta a los
postulados de su partido, el PSC, ha vuelto a poner en la palestra el tema de
la disciplina de voto y las gravísimas consecuencias que tiene para quien osa
discrepar del pensamiento único de su partido, sea el que sea.
No se ha hecho esperar
la reacción del Partido y de sus máximos representantes: invitaciones al
diputado rebelde a la “reflexión” (en el más puro estilo soviético),
sugerencias de abandono del Grupo Parlamentario y/o del Partido, advertencias
de todo tipo respecto de la reacción oficial pasado el período vacacional, que
también Sus Señorías tienen derecho al descanso.
Personalmente me
gustaría que el tema acabara con algún tipo de sanción (cuál es la de menos) al
Diputat Maragall y que éste la recurriera hasta que llegara, creo que por vez
primera, al Tribunal Constitucional. No me cabe la menor duda de que el Alto
Tribunal declararía inconstitucional la sanción y, por ende, la disciplina de
voto y tal vez una sentencia de esta naturaleza coadyuvase a que dejara de
verse el bochornoso espectáculo en los Parlamentos, sea el Estatal, sea cualquiera
de los autonómicos, del jefe de grupo levantando uno, dos o tres dedos, según
deban votar, cual borregos, todos sus miembros afirmativa, negativamente o
absteniéndose sin que, en muchas ocasiones, sepan bien bien lo que están
votando. ¿Para que soportar las retóricas intervenciones de los ponentes u
opositores a un proyecto de ley o moción, sobre todo si es de un tema “menor”
si al final, dígase lo que se diga van a votar lo que mande el jefe de grupo?
Convendrán conmigo en
que la disciplina de voto degrada los Parlamentos hasta el punto de hacerlos
perfectamente prescindibles. ¿Qué sentido tiene reunir 350 diputados en un
hemiciclo y dedicar horas y horas de su precioso tiempo en asistir a los
debates, qué sentido tiene que quien presenta el proyecto de ley o la moción
prepare, estudie y pronuncie sesudos discursos acerca de su excelencia,
mientras los opositores hagan lo propio
respecto de sus objeciones si al final, pase lo que pase, digan lo que digan
unos y otros, el sentido del voto se habrá “cocido” fuera de la “Catedral de la
Democracia” y Sus Señorías se verán compelidas a ejercer su “derecho” de voto
en el unívoco y uniforme sentido que señale el dictatorial dedo de su jefe de
grupo.
En las pocas ocasiones
en las que se ha “concedido libertad de voto” (tiene narices que en una
demoracia la libertad de voto deba concederse) hemos asistido a auténticos
debates, a la emoción en las votaciones. Por poner un ejemplo relativamente
reciente, en el debate sobre la iniciativa legislativa popular tendente a
eliminar la excepción que respecto de las corridas de toros contemplaba la ley
catalana de protección a los animales (me desvío momentáneamente del tema para
recordar que tal ILP no pretendía “prohibir” las corridas, como tantas veces se
ha dicho, sino eliminar la excepción que respecto de las mismas se hacía en una
ley que prohibe de forma general la tortura y muerte de animales en
espectáculos, entre otros. Fin de la disgresión) los dos partidos mayoritarios
en el Parlament, CIU y PSC “gozaron” de libertad de voto. Asistimos a un debate
de calidad que se pudo seguir en directo por Internet y a una emocionante
votación en la que varios diputados de CIU y del PSC votaron en forma dispar a
lo que era la orientación doctrinal de sus respectivos grupos. Tras el recuento
resultó emocionante para la mayoría de la ciudadanía (me atrevo a decir que
para una mayoría superior a su representación parlamentaria) ver como la ILP
prosperaba y, sin duda, decepcionante para los defensores de las corridas.
Pero, en cualquier caso, había sido un triunfo de la Democracia, en mayúsculas
que, por una vez, había dejado de lado la “partitocracia”.
A mi juicio, y como ya
apuntaba antes, mientras se mantenga la férrea “Disciplina de voto”, la
actividad parlamentaria es perfectamente prescindible. Se supliría, tras cada
comicio y en función de sus resultados, por unos “vales” que se entregasen a
cada jefe de grupo “Vale por 130 votos”, “Vale por 12 votos”, etc. etc., y los
debates, si los hubiera, se podrían mantener en una mesa de juntas, al final de
los cuales, que podrían ser muy breves, la suma de los “vales” alzados daría el
resultado de la votación. Por lo menos nos ahorraríamos la vergüenza de los
hemiciclos semivacíos durante los debates, de Sus Señorías leyendo periódicos,
revistas o publicaciones menos recomendables, navegando por Internet con sus
tablets (pagadas por el contribuyente, claro) o hablando por sus móviles, para
producirse las entradas masivas en el momento de las votaciones y el cese
momentáneo de tanta actividad “colateral” para observar atentamente el dedo o
dedos del jefe y pulsar el botón correspondiente, eso si, con mucha atención,
no sea que un error “digital” acabase en una grave sanción. Pensemos en lo que
ahorraríamos en sueldos, desplazamientos, dietas, hoteles, sueldos,
mantenimiento, consumo energético y sobre todo del bochorno consistente en ver
convertidos en sumisos rebaños a las mentes más preclaras (en teoría) de
nuestro espectro político.
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