martes, 14 de agosto de 2012

DISCIPLINA DE VOTO, ¡NO GRACIAS!

El episodio de hace unos días en la votación en el Parlament de Catalunya sobre el tema del pacto fiscal en el que el diputat Ernest Maragall votó en forma distinta a los postulados de su partido, el PSC, ha vuelto a poner en la palestra el tema de la disciplina de voto y las gravísimas consecuencias que tiene para quien osa discrepar del pensamiento único de su partido, sea el que sea.

No se ha hecho esperar la reacción del Partido y de sus máximos representantes: invitaciones al diputado rebelde a la “reflexión” (en el más puro estilo soviético), sugerencias de abandono del Grupo Parlamentario y/o del Partido, advertencias de todo tipo respecto de la reacción oficial pasado el período vacacional, que también Sus Señorías tienen derecho al descanso.

Personalmente me gustaría que el tema acabara con algún tipo de sanción (cuál es la de menos) al Diputat Maragall y que éste la recurriera hasta que llegara, creo que por vez primera, al Tribunal Constitucional. No me cabe la menor duda de que el Alto Tribunal declararía inconstitucional la sanción y, por ende, la disciplina de voto y tal vez una sentencia de esta naturaleza coadyuvase a que dejara de verse el bochornoso espectáculo en los Parlamentos, sea el Estatal, sea cualquiera de los autonómicos, del jefe de grupo levantando uno, dos o tres dedos, según deban votar, cual borregos, todos sus miembros afirmativa, negativamente o absteniéndose sin que, en muchas ocasiones, sepan bien bien lo que están votando. ¿Para que soportar las retóricas intervenciones de los ponentes u opositores a un proyecto de ley o moción, sobre todo si es de un tema “menor” si al final, dígase lo que se diga van a votar lo que mande el jefe de grupo?

Convendrán conmigo en que la disciplina de voto degrada los Parlamentos hasta el punto de hacerlos perfectamente prescindibles. ¿Qué sentido tiene reunir 350 diputados en un hemiciclo y dedicar horas y horas de su precioso tiempo en asistir a los debates, qué sentido tiene que quien presenta el proyecto de ley o la moción prepare, estudie y pronuncie sesudos discursos acerca de su excelencia, mientras los opositores  hagan lo propio respecto de sus objeciones si al final, pase lo que pase, digan lo que digan unos y otros, el sentido del voto se habrá “cocido” fuera de la “Catedral de la Democracia” y Sus Señorías se verán compelidas a ejercer su “derecho” de voto en el unívoco y uniforme sentido que señale el dictatorial dedo de su jefe de grupo.

En las pocas ocasiones en las que se ha “concedido libertad de voto” (tiene narices que en una demoracia la libertad de voto deba concederse) hemos asistido a auténticos debates, a la emoción en las votaciones. Por poner un ejemplo relativamente reciente, en el debate sobre la iniciativa legislativa popular tendente a eliminar la excepción que respecto de las corridas de toros contemplaba la ley catalana de protección a los animales (me desvío momentáneamente del tema para recordar que tal ILP no pretendía “prohibir” las corridas, como tantas veces se ha dicho, sino eliminar la excepción que respecto de las mismas se hacía en una ley que prohibe de forma general la tortura y muerte de animales en espectáculos, entre otros. Fin de la disgresión) los dos partidos mayoritarios en el Parlament, CIU y PSC “gozaron” de libertad de voto. Asistimos a un debate de calidad que se pudo seguir en directo por Internet y a una emocionante votación en la que varios diputados de CIU y del PSC votaron en forma dispar a lo que era la orientación doctrinal de sus respectivos grupos. Tras el recuento resultó emocionante para la mayoría de la ciudadanía (me atrevo a decir que para una mayoría superior a su representación parlamentaria) ver como la ILP prosperaba y, sin duda, decepcionante para los defensores de las corridas. Pero, en cualquier caso, había sido un triunfo de la Democracia, en mayúsculas que, por una vez, había dejado de lado la “partitocracia”.

A mi juicio, y como ya apuntaba antes, mientras se mantenga la férrea “Disciplina de voto”, la actividad parlamentaria es perfectamente prescindible. Se supliría, tras cada comicio y en función de sus resultados, por unos “vales” que se entregasen a cada jefe de grupo “Vale por 130 votos”, “Vale por 12 votos”, etc. etc., y los debates, si los hubiera, se podrían mantener en una mesa de juntas, al final de los cuales, que podrían ser muy breves, la suma de los “vales” alzados daría el resultado de la votación. Por lo menos nos ahorraríamos la vergüenza de los hemiciclos semivacíos durante los debates, de Sus Señorías leyendo periódicos, revistas o publicaciones menos recomendables, navegando por Internet con sus tablets (pagadas por el contribuyente, claro) o hablando por sus móviles, para producirse las entradas masivas en el momento de las votaciones y el cese momentáneo de tanta actividad “colateral” para observar atentamente el dedo o dedos del jefe y pulsar el botón correspondiente, eso si, con mucha atención, no sea que un error “digital” acabase en una grave sanción. Pensemos en lo que ahorraríamos en sueldos, desplazamientos, dietas, hoteles, sueldos, mantenimiento, consumo energético y sobre todo del bochorno consistente en ver convertidos en sumisos rebaños a las mentes más preclaras (en teoría) de nuestro espectro político.

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