sábado, 4 de julio de 2009

Cadena perpetua, si o no?: el gran debate

Cada vez que se produce en nuestro país un crimen execrable, generalmente de tipo sexual -sobre todo cuando las víctimas son menores- o terrorista, se abre el debate.

Sabido es que no se debe legislar “en caliente”, es decir inmediatamente después de producirse uno de estos hechos repugnantes. Pero parece que el tema se ha convertido en tabú. Cuando se produce uno de tales hechos, no se debe legislar “en caliente”. Cuando transcurren los días, la cuestión pasa al olvido.

Muchos dicen que esta pena es inconstitucional, contraria a un Estado de Derecho como el que, afortunadamente, y tras tantos años de dictadura, impera en nuestro país, desde no hace tanto tiempo.

Tal vez no esté de más recordar que la cadena perpetua –en la forma a que más adelante me referiré- rige en países a los que pocas lecciones de democracia podemos dar, y de los que, probablemente, tengamos alguna que recibir. Me refiero, entre otros a Australia, Bélgica, Canadá, Dinamarca, Finlandia, Reino Unido, Francia, Alemania, Irlanda, Italia, Japón, Países Bajos, Suecia, Suiza, y Estados Unidos.

Quizá no estará de más recordar que nuestro país hasta bien entrado 1976 fue una severa dictadura, donde los derechos humanos más elementales –libertad de expresión, reunión y asociación- estaban proscritos. Bajo la aparente legalidad emanada de una dictadura militar existía y se aplicaba la pena de muerte, en la mayor parte de los casos en mal llamados juicios militares sumarísimos en los que el derecho de defensa quedaba seriamente mermado, por no decir aniquilado. En la mente de todos está el proceso de Burgos, los procesos a Salvador Puig Antich y Heinz Chez o Ches –ni siquiera nos hemos puesto de acuerdo en como se llamaba el interfecto-, o los últimos consejos de guerra, moribundo el dictador, que supusieron las –afortunadamente- últimas ejecuciones en nuestro país.

Vayan por delante mis más absolutos rechazo y repugnancia ante los execrables casos de asesinato, terrorismo, violación, robo con violación, robo con homicidio y tantos otros que, en más de una ocasión, te hace plantear incluso la rebelión a pertenecer al mismo género que semejantes detritus de la sociedad. Confieso que no siento la menor piedad cuando me entero de que alguno de estos elementos ha decidido poner fin a su vida o ha caído en un enfrentamiento con las Fuerzas del Orden. Lo siento, pero no me mueve el menor sentimiento de piedad hacia ellos. Lo tienen acaparado sus víctimas.

Pero todo esto no significa, antes al contrario, que no defienda el derecho de todo ser humano, incluso a estos seres a los que cuesta admitir en dicho género, a un proceso justo, con todas las garantías procesales, en el que no puedan verse privados de su sagrado derecho de defensa. Es más, lo considero una exigencia. Sólo si tengo la seguridad de que han disfrutado de tales derechos, me puedo ver reconfortado con la dura –pero justa- sentencia que recaiga.

Y con la misma fuerza defendí, defenderé y defiendo el derecho de estos seres repulsivos a no ser privados de la vida en ningún lugar, por ningún Estado y en circunstancia alguna. Por tal derecho luché durante el franquismo y por el mismo seguí y seguiré luchando en la medida de mis posibilidades y a través de las organizaciones existentes para que la abolición de la pena de muerte sea un hecho en todo el planeta.

Por tal motivo fue inconmensurable mi alegría cuando la Constitución de 1978 abolió la pena de muerte en prácticamente todos los supuestos, con excepción únicamente de las prevenciones de las leyes militares en tiempo de guerra, alegría que se vio colmada cuando, incluso en tan excepcional supuesto, fue definitivamente abolida por la Ley Orgánica 11/95 de 27 noviembre.

Hasta la Constitución de 1978 determinados delitos, asesinato con agravante adicional a la que había servido para su calificación como tal, robo con homicidio, entre otros estaban castigados con pena de reclusión mayor (20 años y un día a 30 años) a muerte. No había delito alguno castigado tan sólo con pena de muerte. Pues bien, tras la feliz abolición de esta última, no se creó pena sustitutiva alguna, sino que todos aquellos delitos castigados con pena de reclusión mayor a muerte, pasaron a serlo con la de reclusión mayor quedando, por tanto, equiparados a los que hasta aquél momento venían siendo exclusivamente sancionados con tal pena de reclusión mayor, quebrándose, por tanto el principio de proporcionalidad que debe tener toda sanción penal. Delitos de la máxima gravedad se equiparaban a otros también muy graves, pero no tanto como aquéllos. Creo que aquí se perdió la ocasión de instaurar una pena nueva que, con el nombre de cadena perpetua o el que fuera, sustituyera la felizmente abolida pena de muerte.

Más tarde todos los debates que se han dado sobre esta materia han topado con la supuesta inconstitucionalidad de la cadena perpetua. Debo confesar que yo, que no soy constitucionalista, tuve que leerme varias veces la Constitución para descubrir tal supuesta inconstitucionalidad, pues la Ley de leyes no hace en todo su texto la menor referencia a la cadena perpetua. Fueron necesarias, pues, varias lecturas y también la de algún trabajo doctrinal, lo que me hizo dar con tal supuesto motivo de inconstitucionalidad. Está en su artículo 25.2 cuando proclama: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social ...” y claro está, cómo puede orientarse a la reeducación y la reinserción social, la reclusión a perpetuidad.

Desde luego, si la cadena perpetua se entiende como la seguridad de que el condenado a la misma acabará sus días en una mazmorra, en todo caso y supuesto, su inconstitucionalidad sería evidente.

Pero si tal pena se entiende en la forma en que, como apuntaba al principio, viene siendo aplicada por países de mucha mayor tradición democrática y de respeto a los derechos humanos que nosotros, entiendo que la misma tendría total encaje en nuestra Carta Magna.

Nadie, en el mundo civilizado, entiende hoy la cadena perpetua como la reclusión hasta la muerte del reo. Todos los países, en mayor o menor medida la entienden como una pena que obliga a que el condenado a la misma pase un tiempo, establecido como mínimo, privado de libertad y, al término del mismo, sea el tribunal sentenciador, asistido del informe de psicólogos, funcionarios de prisiones y demás personas relacionadas, con la intervención del Ministerio Fiscal, Defensa y Acusaciones particular y/o pública, en su caso, determine si aquellas bien intencionadas medidas reeducadoras y reinsertadoras han dado su fruto y estime, en su consecuencia, si el reo está en condiciones de, efectivamente, reinsertarse en la sociedad, o si precisa de algún tiempo más de tales medidas hasta lograr su fin.

Es evidente que la aplicación de tal pena, en las circunstancias indicadas nos evitaría el penoso espectáculo de ver como personas en absoluto reinsertadas, y estoy pensando en etarras que hasta el último día de su condena siguen ensalzando el terrorismo o violadores cuyos cuidadores informan del altísimo riesgo de que reincidan, salgan de prisión y, en efecto, lo primero que hagan sea volver a delinquir. O, el más penoso todavía espectáculo, desde el punto de vista del Estado de Derecho, de que, deprisa y corriendo, como en el caso “de Juana” deban “construirse nuevas acusaciones” en poco afortunada expresión del entonces ministro de Justicia, que aventurando larguísimas condenas, quedan en casi nada. O el de aquel violador al que, pese a salir en libertad, se da instrucciones a las Fuerzas del Orden para que no lo pierdan de vista.

Quien ha cumplido su condena tiene perfecto derecho a salir en libertad. Pero la sociedad también tiene derecho a asegurarse de que las medidas reeducadoras y reinsertadoras han surtido su efecto. Y para ello nada mejor que sea el tribunal sentenciador quien pueda evaluarlo y acordar la puesta en libertad o no y, en su caso, las condiciones de la misma.

Por tal motivo, y con profundo respeto a quienes opinen lo contrario, que sé que son muchos, me muestro total partidario de la cadena perpetua o llámese como se quiera en las condiciones apuntadas y, lógicamente, para casos de máxima gravedad. Y me atrevo a decir que tal pena, aplicada del modo dicho es totalmente respetuosa con la Constitución que nos dimos, Constitución que consagra derechos y libertades, entre otros, el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad. De quienes delinquen y también de los ciudadanos que no delinquen.